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31 octubre, 2007
Hace un año, cuando volvía de las clases de tarde, veía bajo una vieja farola a ese canoso señor con saxofón en mano y boca. Era un instrumento reluciente, con su estuche forrado de terciopelo azul, medio abierto, dejando entrever algunas partituras guardadas dentro. Tocaba blues y lo podía oir durante los 8 minutos que me llevaba recorrer aquella calle antes de girar por la manzana. Siempre era blues.
Nunca supe su nombre, pero Amaia y yo le bautizamos como 'Paquito'. Canoso, rechonchete y, siempre que podía, además de una bonita canción te regalaba una amplia y amistosa sonrisa.
Paquito no pedía, no era un indigente ni vagabundo pues no tendía ni la funda de su saxofón, ni una caja ni nada por el estilo para recoger monedas. Paquito tocaba porque sí, porque le gustaba despedir el día con una nostálgica canción en los labios.

Ayer pasé por esa calle -, no pensando en Paquito, sino porque me venía de paso- y la vieja farola había sido sustituída por una terraza cerrada con cristales. He mirado a los alrededores buscando, intentando escuchar un blues, pero sólo el murmullo de los clientes del café llegaban a mis oidos.
Paquito ya no estaba y se han llevado el recuerdo de lo que escuché apenas 8 minutos de cada día durante 4 años de mi vida, y la oportunidad de agradecerle.
Paquito ya no está, le han quitado su lugar y, supongo, habrá caminado hasta encontrar una nueva luz para su blues. Una nueva luz para recibir a la noche.
l Maktub l